JAULA DE AVES

A veces me pregunto por qué estoy aquí. Encerrada en esta celda de luces tenues y paredes desinfectadas, esperando que alguien —un desconocido— me elija y, quizá por un instante, me haga sentir libre. Dicen que las pruebas nos fortalecen, pero nadie menciona cómo se resquebraja el alma en el proceso.

El ritual es siempre el mismo: el timbre suena, desfilamos hacia la sala principal, los clientes escrutan nuestros cuerpos con miradas que pesan más que sus manos. Unos segundos. Un gesto. La elección está hecha. Los elegidos se llevan su premio; los demás, regresamos a la jaula. Esta jaula que, irónicamente, se ha convertido en mi único refugio.

Permítanme presentarme: soy Favi, cuarenta años, cabello oscuro y cicatrices que no se ven. Llegué a este spa —así le llaman— empujada por una tormenta de deudas y un divorcio que me dejó más vacía que mi cuenta bancaria. Recuerdo mi primer día: seis mujeres, seis historias, seis pares de ojos que me midieron como a una intrusa. Las más jóvenes fruncieron el ceño; la mayor, una rubia desgarbada, sopló el humo de su cigarrillo electrónico hacia mí. Entonces llegó Rud.

Sus tacones repiquetearon como campanadas. Alta, con un vestido que se aferraba a sus curvas y una sonrisa que disolvió el hielo. "Hola, Favi", dijo, y su voz tenía la calidez de un café en invierno. Fue la única que me explicó las reglas no escritas: cómo caminar, cómo mirar, cómo fingir que cada tacto no quema. "Aquí puedes esperar", me susurró, señalando los cubículos negros, "hasta que te acostumbres al olor a cloro y a la soledad".

Esa noche me vistió el miedo: lencería barata, medias con costuras, un rubor mal aplicado. El timbre sonó. Creyeron que elegirían a la veinteañera de piernas largas, pero el cliente —un hombre con anillo de matrimonio y mirada cansada— señaló hacia mí. Rud me apretó el hombro: "Respira". Treinta minutos. Treinta minutos de suspiros ahogados, de uñas clavándose en la almohada, de preguntarme cómo había llegado a convertir mi desesperación en mercancía.

Cuando terminó, me enjuagué bajo el agua hirviendo, frotándome la piel como si pudiera borrar la memoria. ¿Había caído tan bajo? La pregunta resonaba, pero la respuesta siempre era la misma: el alquiler no se paga con dignidad.

Ahora, meses después, sigo aquí. El cubículo negro es mi confesionario; el timbre, mi llamado a un sacrificio que ya no me estremece. A veces, cuando la noche se alarga, imagino que todas somos lo mismo: pájaros con las alas rotas, piando tras los barrotes de una jaula que, al menos, nos protege de lo que hay afuera.

Estas no son solo mis memorias. Son los ecos de todas las que, como yo, aprendieron a vender caricias para sobrevivir.

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